“Mi piedad me ha ganado el título de impía”
Antígona – Tragedia de Sófocles – 442 A.C.
¿Acaso querían que fuera hasta Uruguay? El tema me resultaba altamente inconveniente. Ya mencioné que soy una persona con muchas responsabilidades. No sólo debía pedir permiso en el colegio, también debía abandonar intempestivamente el grupo de lectura, donde mi presencia era imprescindible (¿Quién les explicaría a esas pobres amas de casa la sutilezas del erotismo de Isabel Allende? ¿Quién ahondaría en los maravillosos simbolismos de Coelho?).
Me pasé los días siguientes analizando la posibilidad.. Si bien podía arreglar mis horarios para viajar, me negaba tajantemente a abandonar mi “locus amoenus”.
Decidí que no era necesario y opté por informarlo via mail (me parecía más formal) a Jerome. Casi había finalizado la misiva cuando recibí un mensaje de Antígona en el celular. Quería encontrarse conmigo ese mismo día a la tarde.
Era extraño que se comunicara. A pesar de que era profesora de Catequésis en el mismo colegio que yo, siempre encontrábamos alguna excusa para no estar juntos.
Cruzarme con ella me indisponía gravemente. Tenía una capacidad inagotable para atacar donde más me dolía: en mi literatura.
A esto se sumaba que su nueva pareja, Alberto, un animalito de casi dos metros de alto y 130 kilos de peso, me inspiraba un respeto basado tanto en su tamaño como en sus poco sutiles amenazas al estilo de, “Si la jodes a Anti te mato”.
Pero esta vez me alegré de la coincidencia, tenía un gran as bajo la manga. Con la Condesa y Jerome de mi lado todo parecía más fácil.
El rendezvous
El momento ideal era sobre las tres de la tarde, cuando la sala de profesores estaba desierta y ambos teníamos hora libre. Normalmente hubiera tomado todos los recaudos para no verla. No era este el caso.
Cuando llegué tocaba su celular compulsivamente. Su papada temblaba mientras hacia esa cosa rara con la lengua entre sus labios, tan típico de ella cuando estaba concentrada. El crujido de la puerta me delató.
– ¿Tranquila la tarde no? – saludé
– Por suerte. Con este tiempo…
– Y sí. Se está nublando de nuevo… –
– Escuchame Segundo no tengo tiempo para boludeces. Tengo que hablar con vos…
– ¿Qué pasa?
– No te pediría si no fuera necesario…
– Estuviste apostando de nuevo…
– Para nada, tuve gastos inesperados y justo este mes se nos vence la cuota doble de la Ranger. Vos sabes que el consultorio nuevo de Alberto todavía no se estableció del todo y hasta que recupere sus clientes…pacientes digo…
– No me tenés que mentir…¿Qué fue esta vez? No me digas que volviste a los perros.
No respondió. En cambio se me sentó al lado, casi tocándome. Hacia más de tres años que no estábamos tan cerca. Recordé su extensa piel blanca, sus caderas interminables. Siempre se me insinuaba cuando necesitaba plata.
– Pensá que tuvimos una hermosa historia juntos… – Murmuró en mi oreja. Yo recordé: Gritos. Golpes. Paranoia. Más gritos.
– Quizás haya una salida…- Dudé. Sabiendo que tan solo por preguntar ya estaba diciendo sí – ¿Cuánto es?
– Era una apuesta segura…Es un campo totalmente inexplorado. Se puede…
– ¿Cuanto? – interrumpí.
– Cincuenta mil…
No era la primera vez que me desplumaba. No sería la última. Su timing era perfecto.
– Quizás te puedo dar la mitad – cedí pero, lo admito, solo para poder embarrarle mi colosal éxito en esa papada desplegable – firmé un contrato para un libro – agregué con orgullo.
Ella no dijo nada y no pareció sorprendida en lo más mínimo. Imagino que estaría luchando para no decir nada hiriente incluso ahora que mi éxito era tan evidente. Infinidad de muecas bailaron en su cara. Yo seguí – Es un contrato. Para una novela – Mentí – Un contrato por mucha plata – Seguí. La segunda capa de su papada comenzó a montarse sobre la superior, la tercera se movía como una ola tubo. Sabía que ella respondía mucho mejor al dinero que al espíritu santo. Sus ojitos me miraban ahora, entre curiosos y desconfiados. Pero al parecer me creyó.
– Gracias a Dios. Gracias señor bendito. El señor por fin te iluminó – repetía mientras se besaba el crucifijo
– El asunto es que ahora me piden que viaje y no quiero dejar mi provincia que es mi mayor fuente de inspiración…-.
– Ni hablar. Te vas donde te digan. Necesitas esa plata, Segundo. ¿Acaso querés seguir siendo solo un profesorsucho de secundario? – me pinchó.
– La verdad es que, debo ser honesto, es una oportunidad para no dejar pasar.
– ¿Cuanto? – Preguntó antes de tragar. Le pasé el papelito, el mismo que me había dado Jerome. Un souvenir. Lo observó con interés, como si estuviera intentando reconocer la letra.
– Al final la pegaste – dijo, ya sonriendo, pero con una sonrisa diferente – tenés alguna prueba de que esto es verdad? ¿Más allá del papelito? – Ahora el que sonreía era yo. Saqué los Google Glasses. Estoy seguro que nunca había visto unos y que ni siquiera tenía idea de que algo como aquello existiera.
– Sabés lo que es esto? Son anteojos virtuales. Me los dio la editora que me contrató. Para estar en contacto – Me regodié en mi verdad a medias. Quería gozarla. Humillarla. Ella nunca había creído en mí – Teniendo uno de estos no creo que sea necesario ni siquiera viajar a…
– Siempre supe que ibas a tener éxito – me cortó en seco. Ahora su mano estaba en mi pierna – Yo siempre recé por esto. ¿Sabías no? Y ahora el Señor parece que escuchó mi pedido. Pero no te arriesgues. Tenés que ir, Segundo. Mirá si contratan a otro…
Admito que algo de razón tenía. Aunque estaba seguro que no conseguirían a nadie de mi calidad artística, “Quizás tengas razón” cedí mientras le mostraba cómo funcionaban las gafas. Ella se reía como una niña pequeña. Probamos la función mapas y vimos como nos ubicaba en el preciso lugar donde estábamos. Luego le mostré cómo grababan video, parecía casi algo de espías. Cuando me las regresó parecía verdaderamente feliz con el aparatito.
– ¿Y ya te pagaron algo? – preguntó como al pasar.
– ¿Queres verlo? – le pregunté.
– ¿A qué? – me respondió ya decididamente al ataque. No sé por qué pensé en Alberto.
– A la cuenta digo. ¿Que decías vos?
– No…no sé. A lo que tengas para mostrar…
Entré en mi cuenta en internet y le mostré el adelanto. La suma se acercaba a lo que gano en un año como profesor. Su exclamación no fue nada piadosa. Me fijé en el reloj de la pared y todavía faltaban 20 minutos para el recreo. Ella se fijó en el reloj también y supe lo que estaba pensando. Su mano comenzó a subir por mi entrepierna. Me gustaba esa sensación de poder. Esa sensación de ya saber lo que pasaría. En ese instante yo era Güemes Montevideo, un ser superior. Volví a pensar en Alberto. En el imbécil de Alberto.
– ¿Querés? – preguntó sin esperar respuesta. Dos segundos después mi virilidad estaba en sus manos. No sé si alguna vez la había visto tan entusiasta en aquellas tareas. Y no se si era yo o el dinero lo que le gustaba tanto. – Parece que te vas a salir con la tuya al final – dijo mientras se arrodillaba – ¿Cuando te vas a ir? No te vayas a olvidar lo que te pedí – ronroneó.
– Te voy a dejar algo de plata – respondí ya casi ido– diez mil te parece bien? – No me respondió pero sus acciones hablaban por ella. Sentí la humedad tibia y le di un último vistazo al reloj antes de dejarme llevar. Creo que durante todo nuestro matrimonio había hecho eso solo en una o dos ocasiones, nunca con tanta dedicación. No tardé mucho. La imagen de Alberto seguía apareciendo entremezclada con la de Jerome. Cuando todo hubo acabado ella pareció acordarse quién era y dónde estábamos, por lo que tragó y dijo – Si alguna vez le contás a alguien esto te juro por Dios nuestro señor que te mato.
Publicaciones del Conciliábulo
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Ocos Tagon – Comentario de mi hermano en el post de un sujeto