La vuelta a Montevideo pasó rápido. Pero la bronca me duró hasta llegar a Tres Cruces casi sobre la medianoche. Me alojé en un hostal cochambroso cerca de la terminal. Lo primero que haría al día siguiente sería buscar un ferry a Buenos Aires.
Me acosté maquinando crueles venganzas contra Kurofiji. El fantasma de su chirlo seguía rondando por mi cachete, pero el sueño conspiraba contra cualquier maquiavélico plan. Llegué a la conclusión de que la única venganza que tiene un escritor es a través de su arte. Lo destrozaría con una afilada sátira. Sin duda, este chinito podía hacer un formidable villano. Ya lo imaginaba en combate singular contra Jerome. Un duelo que era también venganza, pues diez años atrás Jerome habría sido quién le cortó de cuajo su mano izquierda, perdonándole luego la vida cosa que era aún más humillante.
En el draft (boceto en inglés) que me había dado la Condesa, uno de los personajes del manga era un Monje Tibetano. A Kurofiji el rol le sentaba de maravilla. Pero, ¿cuál sería el resultado del combate final? Mi corazón estaba con Jerome, pero algo me decía que la victoria tenía que ser del chino. No podía sacarme de la cabeza la imagen del rostro impertérrito de Kurofiji mientras decapitaba al negro. Pero mejor no decidir nada en caliente. Quizás no sería mala idea consultarlo con Koldoswsky cuando lo encontrara.
Averiguaciones en Tristán Narvaja
Al otro día demoré unas cuantas horas mi vuelta a Argentina. Había tenido una iluminación al despertar; Tal vez en alguna de las librerías de usados de Tristán Narvaja encontraría algo de Koldoswsky (en el caso de que hubiera publicado) o alguno de los dueños lo habría oído nombrar.
No tuve suerte en las primeras tres. En la cuarta, el dueño reconoció el nombre. Le pareció gracioso porque según dijo, “todo vendedor de libros desearía ser Koldowsky”.
– ¿Pero tiene algún libro suyo? – inquirí.
– ¿Mío? Tengo varios, pero no los vendo. Son míos.
– ¿Tiene varios libros de Koldowsky?
– Mis libros son míos.
– ¿Y de Koldowsky?
– ¿Cómo voy a tener un libro de él? – me respondió risueño.
– ¿No escribió ninguno? – insistí.
– ¿Yo? –
– Él – rectifiqué.
– No podría…
– ¿Tan mediocre es?
– Más mediocre será usted.
-Pregunto de Koldowsky
– Ah…avise. No sé si será mediocre, el hecho de que no exista por ahí invalida esa posibilidad…
– ¿Koldowsky no existe?
– No existe.
– Da la casualidad que estoy buscándolo porque sé que existe.
– Será otro entonces…El que yo conozco no existe.
– ¿Y si no existe como lo conoce?
– Porque es un personaje. De Bukowski. – dijo ya más aburrido, mientras arreglaba unos marcapáginas que decían MONTEVIDEO en colores. ¿Qué pasaba con esta gente y su fijación por los apellidos extranjeros?.
– Y este Buskoski… ¿Es un escritor uruguayo? – pregunté.
– Y…No que yo sepa – dijo con una sonrisa.
– ¿Y tiene algo de este Buskoski?-
– Argentino ¿eh? – Repreguntó luego de una larga pausa. Parecía cada vez más divertido.
– Si. Argentino. ¿Algún problema? – respondí ya decididamente de mala vuelta. Me estaba cansando la manera en que me trajinaba. Me prepare internamente por si había que pelear de nuevo aunque este no parecía tan propenso a la violencia como Kurofiji. Mi respuesta no le gustó nada. Su semblante había cambiado.
– No, no tengo ningún problema, ¡pero si no vas a comprar nada te podes ir yendo bien a la puta que te parió!
Me pareció saludable no continuar con aquella discusión y seguí mi búsqueda en las demás librerías. No encontré nadie más que me pudiera informar sobre Koldowsky aunque sí pude encontrar varios libros del tal Bukowsky (que resultó ser norteamericano y bastante famoso) los cuales compré compulsivamente. Quizás podría conocer algo más sobre Koldowsky leyendo a Bukowsky pensé.
Al día siguiente partí de vuelta para Buenos Aires. No es que me desagradara Montevideo pero debía continuar mi cruzada. La capital uruguaya me recordaba a Salta y a su ritmo aletargado. Como si deseara obligarme a la quietud absoluta. No sé porque pensé que la gente en Montevideo (y quizás en todo el Uruguay) era capaz de vivir más tiempo que el resto de los mortales. Quizás Koldowsky contaba ochenta pirulos, quizás Bukowsky (que según sus biografías había muerto en el 84) había venido a Uruguay a vivir para siempre. Es más, estaba seguro de que si seguía a la deriva de librería en librería terminaría encontrando al tal Bukowsky. Me lo imaginaba bajo y rechoncho, pelada incipiente y un mal aliento de largo alcance. Vestiría un traje raído por el uso, su camisa nunca habría visto una plancha de cerca y la corbata, que había quedado fosilizada en la circunferencia justa para entrar por una cabeza oblonga, le colgaba del cuello como si fuera una soga a punto de ahorcar a un cuatrero.
Pensamientos ridículos como el que acabo de formular me seguían invadiendo. Historias absurdas me atacaban sin que yo pudiera evitarlo. Por suerte el ferry de vuelta me tranquilizó y comencé a pensar con claridad nuevamente. Atribuí estos desvaríos a la mala influencia de mi doppelgänger Guemes y a la nefasta escritura de Bukowsky. Su prosa carecía de todo tipo de preciosismo. Sus historias no iban a ningún lado. Su fijación por el sexo y por la cerveza lo situaban en el escalón más decadente de la miseria humana.
Y los días pasaban.
Y yo debía volver a Salta a cumplir mis obligaciones. En Buenos Aires me centraría en lo indispensable: hallar al uruguayo para, por lo menos, coordinar una mínima puesta en común acerca de la historia. Luego intentaría convencerlo de que viniera a Salta conmigo para trabajar con comodidad en el guión y, sobre todo en su estilo, que me imaginaba similar al de Bukowsky. Mi primera tarea sería intentar erradicar el daño que este borracho misógino había causado en su forma de escribir. No sería fácil pero lo lograríamos, no en vano contaba con un Profesor de Literatura para ayudarlo.
Luego nos centraríamos en el guion. Con suerte, a esta altura el dibujante ya estaría a nuestra disposición. Las cosas deberían marchar rápido. Quizás en un par de meses estaríamos listos para entregar un primer boceto a la editorial. Y yo podría centrarme en mi novela.
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