Capítulo 2 – Parte 3 – Multiplicidad

Parte previa – Miridiscencia

– Son 120 pesos – informó (ya innecesariamente a esa altura) la empleada con una sonrisa contenida. Con los días, el gesto amable del principio había ido mutando en franca desconfianza. Y cada día, al reconocerme se preguntaría por qué venía todos los días, por qué siempre a la misma hora. El sol caía oblicuo sobre el lago informe y su reflejo disparaba rayos enceguecedores en todas las direcciones. Mi timming no podía ser mejor, apenas entrar, escuché la voz por los altoparlantes:“El parque japonés cerrará sus puertas en media hora, por favor diríjanse a su puerta más cercana. Los invitamos a visitarnos nuevamente”. Si no había calculado mal llevaba viniendo diez días al mismo lugar, a la misma hora. No había mejor lugar para cruzarse con un aficionado a la cultura nipona que el parque japonés. Y sabía que Koldowsky era una de esas personas que dejan todo para último momento.

Pero hasta ese entonces ni noticias de su presencia, tampoco del resto de los participantes del proyecto. Al contrario, quien me contactaba cada vez con más asiduidad era Antígona. Me llamaba dos o tres veces por día preguntándome en qué andaba, urgiéndome a volver para retomar mis clases en el instituto, o bien, recordándome que aún estaba endeudada, y yo con ella. Yo temía que se estuviera enamorando nuevamente de mí. Era entendible que una mujer tan limitada se rindiera a los encantos de mi éxito. Pero debería mantenerla lejos, la perspectiva de hacer enfurecer a Alberto no era nada deseable.

Mi recorrido dentro del Jardín era siempre similar, rodeaba varias veces el lago y ya sobre el filo de las siete de la tarde (hora de cierre) me aventuraba a través de un coqueto puente rojo hasta una isla con un tótem y una cascada. A veces también me alejaba hacia el extremo más lejano del parque, hacia un sendero bordeado por cerezos. Pequeños bancos de plaza se replicaban a ambos lados de la vereda. Fue exactamente en ese punto donde ocurrió el encuentro.

“El parque cerrará las puertas en quince minutos” recordaba la amable voz en el parlante y yo paseaba por la vereda en soledad. O eso pensé hasta que noté a una persona leyendo en uno de los bancos. Con vértigo, intuí que era Koldowski. Tenía ciertas nociones de su rostro, al que había visto por unos segundos a través de skype pero del resto de su persona, nada. Me había figurado que sería alto, corpulento, de manos toscas y pelo revuelto, llevaría poco cuidado por su aspecto y su higiene despertaría más de una sospecha. Aquel distaba de esa imagen. Vestía pantalones de tweed y corbata de seda. Sus zapatos lustrosos hubieran podido reflejar las nubes del cielo. Su aspecto era intemporal. Parecía sacado de la primera mitad del siglo 20. Cruzaba sus piernas como un caballero y sostenía el libro ligeramente inclinado con una sola mano mientras que la otra tamborileaba despreocupada sobre su rodilla. Cuando me acerqué alcance a ver el autor de la obra. Era una selección de poemas de Kypling. Aclaré la voz para hacerme notar pero no se inmutó. Me senté frente a él y lo estudié, intentando hacer encajar los pocos los rasgos que recordaba tras nuestro fugaz encuentro durante la noche de las ánimas. Pero a medida que pasaban los minutos, mi desengaño aumentaba. ¿Acaso debería presentarme? ¿Preguntarle por su identidad? Debo ser honesto, su impasividad, rayana en la grosería me molestaba sobremanera. Pero no tenía mucho tiempo…

– Excelente elección. Kypling nos recuerda los valores inmanentes de nuestra civilización – arriesgué.

– Mmmññse – mascullaron unos labios coronados por la sombra de un incipiente bigote.

– Tengo una inclinación natural hacia los autores que hicieron grande a la literatura europea – procuré congeniar pero mi interlocutor permanecía ausente. Como única respuesta escuché un resoplido. Supuse que le haría calor. El sol todavía pegaba fuerte y él no estaba vestido de manera muy apropiada para un paseo al aire libre.

– ¿Calienta el solcito, no? – intenté por otro lado. Y reaccionó.

– ¿Salteño? – preguntó mientras alzaba la vista por primera vez.

– Debo decir que tiene buen ojo para las personas, ¿como adivinó?

– Solo los salteños tienen esa fastidiosa tendencia a usar el diminutivo.

– ¿Conoce Salta?

– ¿Ve como es salteño? Tiene la típica idiosincrasia de siervo agradecido. Se traga los insultos sin el más mínimo esfuerzo. Si fuera tucumano o jujeño , ya me hubiera revoleado una piña. Si fuera cordobés me hubiera insultado de arriba abajo o escupido con ganas. Menos mal que es salteño.

– Bueno…gracias…

– Hombre, tampoco se me vaya a enojar. Yo también soy salteño y lo saqué al toque por la tonada. Lo pincho nomás. Es que me vino a interrumpir mientras leía una línea particularmente profunda.

– Es un autor inmenso.

– No exagere. ¿Lo leyó?

– Bueno…La verdad es que solo vi una adaptación muy lograda de “El libro de la Selva”. De Disney. ¿Y usted?

– Conozco su obra. Y creo su determinismo imperialista solo es superado por su limitada visión de las sociedades. Pero debo admitir que su poesía no es del todo insoportable.

– Me parece que está equivocado. Es un nombre importantísimo de la cultura universal.

– ¿Como lo sabe si nunca lo leyó?

– Un escritor sabe esas cosas – Concluí con autoridad. Debió convencerse pues, tras suspirar profundamente, volvió a su lectura. Me pareció correcto informarle que estaba frente a un escritor profesional. – Actualmente trabajo para una editorial internacional en un proyecto del más alto nivel. Junto a Ilustradores y guionistas de categoría mundial. El propio Vargas Llosa se interesó en el proyecto – agregué a modo de licencia poética.

– Otro fraude – balbuceó sin levantar la mirada.

– No le voy a permitir que insulte a la más grande pluma que ha dado nuestro continente – realmente estaba comenzando a enervarme.

– Aunque el peruano si que tiene capacidad para la comedia. Su último ensayo es verdaderamente hilarante. Prefiero considerarlo un buen humorista, la otra opción sería creer que es nada más que un abyecto comerciante – a pesar de su aspecto de caballero, este sujeto se comportaba como un verdadero rufián. Quizás si era, después de todo, Koldowsky. Y por un lado quería que lo fuera para terminar de una vez por todas con mi búsqueda, pero por otro, se me haría imposible compartir un proyecto con este imberbe. Y además, ¿no había dicho que era salteño? Entonces no podía ser K. aunque, ahora que lo pensaba alguna vez alguien me había dicho que a los de Salto, en Uruguay, también les llamaban salteños. ¿Y si Koldowsky, ironías del destino, hubiera nacido en Salto?

– Discúlpeme, le voy a hacer una pregunta y me voy a retirar. – “El parque cerrará las puertas en cinco minutos” se escuchó lejos. Parecía que estuviéramos en otro lado. En Salta quizás, o en Salto, o en Salt Lake City, la ciudad del gran lago salado y del desierto blanco. Y Salta tenía su desierto blanco y Salto su gran lago. ¿De dónde venían estas ensoñaciones? Apenas toleraba esas intermitencias insanas cruzarse por el umbral de mi conciencia. Ahora él me miraba y en sus ojos ya no había indolencia sino profundidad. Como si estuviera esperando mi pregunta y ya supiera tanto la pregunta como la respuesta. – ¿Como es su nombre? – me escuché. La repuesta, que yo también, a esa altura ya sabía, me caló hasta los huesos.

– Pedro Güemes Montevideo, para servirausté.

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