Yo caminaba sin mirar a nadie, pensando en casi nada por una vereda limpia y tibia de Marzo cuando aquel elegante caballero cruzó desde la acera del frente y se puso a caminar a mi lado. Nada hacia pensar que hubiera cruzado para acercarse, pero como nos movíamos a un mismo tempo, caminábamos uno al lado del otro como si compartiéramos algo más que la dirección o la existencia.
Primero se me ocurrió ralentizar mi marcha pero la propia inercia hizo que tardara aún dos, tres, cuatro, cinco pasos en lograr frenar mi velocidad. Lo lamentable (por no decir gracioso aunque pensándolo bien no es ni una ni otra cosa) fue que aquel buen señor ( a causa de su propia incomodidad de caminar codo a codo junto a un completo desconocido) también aminoró el paso.
Nos miramos, como intentando ponernos de acuerdo y ví que llevaba un libro de Vargas Llosa en la mano. Su mirada se posó en mi bolsa del súper semivacía; apenas algo de fiambre y un pedazo de pan cuya punta sobresalía unos centímetros de la bolsa. Él llevaba bigote, bien recortado; un pelo sobresalía del agujero izquierdo de su nariz, su abrigo aparentaba ser tan caro como innecesario pues aquel día parecía más del verano que se alejaba que del otoño que acechaba.
Tras fijarse en mi barra del pan más barato del súper con detenimiento, analizó mi campera (el diría chaqueta) gastada, en mi barba raleada de luna creciente y en mis rasgos, intentando descifrar si yo era un producto genuino de la raza europea o si era uno de tantos arribistas invasores, inmigrantes dañinos, maleantes y maleducados. Y mi origen decidiría si se dignaba a dirigirme alguna frase amistosa en valenciano o un silencio cortante.
No tardó medio segundo en mirar hacia adelante al tiempo que resoplaba con desdén. Entonces me armé de coraje y me largué a dejarlo atrás. Ni siquiera lo miré cuando comencé a adelantarlo: Un, dos, un, dos, un, dos y mis pasos retumbaban en la manzana vacía, la pequeña sombra del lábil sol de mediodía se electrificaba cual dínamo bajo la potencia de mis pies en la acera caliente, la bolsa del super crujía, se quejaba y yo imaginaba a la cabeza de mi pan alentándome mientras ganaba distancia de mi rival de oportunidad, de mi venganza contra todas las afrentas que sufrí y que aún sufriría por venir de dónde venía.
No duró mi euforia. Comencé a notar, por el rabillo de mi ojo, una sombra a mi costado derecho fogoneada por el taconeo ligero de unos zapatos relucientes sobre la vereda. Me aguanté dos veces de girarme para comprobar qué tan cerca lo tenía. No pude aguantarme una tercera; estaba casi a mi lado, sus mocasines volaban sobre el pavimento y usaba el libro (que tan elegantemente llevaba unos instantes antes) como una especie de alerón que (imagino yo, él creía) le daban algún tipo de ventaja aerodinámica.
Su mirada estaba fija en la esquina, nuestra meta virtual.
En un primer instante, su empeño de hombre maduro con su vida hecha, su mujer esperándolo en casa y sus hijos volviendo del secundario me conmovieron. Estuve tentado de dejarlo pasar pero entonces recordé aquella mirada cargada de arrogancia. Y no tuve piedad.
Levante un poco la bolsa del super para evitar mejor la resistencia del aire, utilicé mis brazos como turbinas, puse mis pies en quinta marcha. La esquina estaba ya muy cerca. Si seguía a este ritmo, a pesar de su esfuerzo nunca me pasaría. Escuché resoplidos, entrecortándose en la brecha que se agrandaba.
Pero aún no estaba todo dicho; Una vieja, aliada inesperada, salió de su casa detrás de un chucho pequeño, peludo, odioso bloqueando mi carril: o me paraba o la pasaba por encima.
Me detuve para evitar una catástrofe, sabiendo que se habían desvanecido mis chances de victoria. Cuando escuché al perrito ladrando ruidosamente mientras me toreaba me convencí de que la carrera estaba perdida.
Todo pasó en un segundo: La vieja me vio y sonrió. El peluche blanco me miró y volvió a ladrar desconfiando de mi humanidad. Y tras adelantarse para reclamar la acera como suya, miró a mi rival, que se disponía a adelantarme con la fuerza de una locomotora. Y giré para verlo pasar a mi lado mientras él actualizaba un gesto de superioridad dónde ya se intuía el nacimiento de la futura anécdota…Mientras me miraba con arrogancia le sostuve la mirada, en sus ojos el verde estaba dando paso al gris, una mueca teatral anunciaba, arrogante, su victoria. Entonces escuché ladridos, un chillido y vi su rostro transformarse frente a mí. Sus ojos ya no sonreían; Temían. Tuve también yo una sensación inminente de peligro. Como si todo el universo hubiera saltado una mílesima de segundo hacia adeltante, como si en toda la galaxia hubiera ocurrido algo de gravedad. Pero lo que había ocurrido era solo que mi rival la había perdido.
El perrito se había enredado entre sus piernas, haciendo que aterrice aparatosamente sobre la acera dura y tibia de aquel mediodía de Marzo. Después la vieja comenzó a gritar, no sé si al tipo, si al perro o a mí, mientras aquel distinguido caballero, todo sofocado, insultaba a su vez al perro o a la vieja o a mí.
Y no pude más que rodear aquel incidente en el que nada tenía que ver, confirmar mi victoria en la esquina y seguir con la lucha diaria, mucho más tranquilo porque el universo seguía marchando sin distorsiones allí hacia donde fuera que se dirigiera.