Es complicado seleccionar entre los mejores cuentos de Joyce Carol Oates, sobre todo por que estamos ante una de las escritoras más prolíficas de la literatura contemporánea. Su obra no solo abarca el relato breve, también la novela, los ensayos, el teatro y la literatura infantil.
Con este nivel de producción, uno entiende que el eclecticismo sea una de las características fundamentales de su universo. Yo prefiero sus narraciones más sombrías, aquellas que transitan un universo inestable, marginal, repleto de fuerzas en constante ebullición. Así se explica su fascinación por obras como Alicia en el país de las maravillas y los autores del gótico sureño. También con Sylvia Plath, cuyo novela «La campana de Cristal» ha sido descrita por Oates como «una obra de arte casi perfecta».
Beso Salvaje
En secreto, a pie, el muchacho viajó hasta Tierra Firme. Vivía en una isla de aproximadamente 20 kilómetros cuadrados, con forma de bota, como Italia. Entre la Isla y Tierra Firme había un puente flotante de tres kilómetros de largo. Sus papás le habían prohibido viajar a Tierra Firme; Tierra Firme era sinónimo de «vida fácil y vagabunda», mientras la vida en la Isla era disciplinada, rigurosa y ceñida a la voluntad de Dios. Sus padres habían roto comunicación con sus parientes en Tierra Firme quienes, en cambio, compadecían a los isleños por incultos, supersticiosos y pobres.
En la Isla había colonias de gatos salvajes, feroces por naturaleza cuando se sentían acorralados, pero inesperadamente hermosos. Una de las colonias estaba compuesta por gatos atigrados, color naranja, con seis dedos en los pies; otra era de gatos negros como la noche y ojos leoninos; otra de gatos de pelo largo y blanco, y ojos verdes y brillosos; y otra, la más grande, gatos como el carey, con franjas plateadas y negras en el lomo, casi color piedra y ojos dorados, que vivían entre las rocas repartidas junto al puente. A los niños de la Isla se les tenía prohibido acercarse a los gatos salvajes o alimentarlos; era peligroso para cualquiera que los quisiera consentir y, mucho más, atraparlos y llevárselos a casa. Incluso los gatitos más pequeños eran conocidos por morder y arañar con furia. Sin embargo, en su camino hacia Tierra Firme, mientras se acercaba al puente colgante, el muchacho no pudo resistir la tentación de lanzarles pedacitos de comida a los gatos de las rocas que lo veían desde lejos con ojos desafiantes (gatito, gatito…). ¡Qué criaturas más hermosas! Un día, de atrevido, logró coger a uno de los gatos de entre las rocas, muy delgado, las costillas marcadas y las orejas puntiagudas y atentas. Por un momento sostuvo esa vida temblorosa en sus dedos, como si hubiera sacado su propio corazón de entre su pecho. No obstante, el gato entró en pánico y comenzó a arañar y a luchar contra su mano y le clavó sus filudos dientes en la piel, justo en la base del pulgar. Él lo soltó con un pequeño grito, «¡Mierda!», Y limpió la sangre con su pantalón y siguió caminando por el puente.
En Tierra Firme la vio a ella: una niña que imaginaba de su edad, quizás menor, caminando con otros niños. El viento costero se cubrió de niebla, húmeda y penetrante. Gotas de frío se le habían formado en sus pestañas como lágrimas. El pelo largo de la chica se mecía con el viento. Esa cara perfecta le arrebató su timidez y su vergüenza. Ahora era atrevido: su experiencia con el gato de las rocas no lo había desalentado sino que lo había estimulado. Era un chico que pretendía ser un hombre en Tierra Firme, donde se sentía mayor y seguro de sí. Acá, nadie conocía su nombre, o el apellido de su familia. Caminó junto a la niña y la fue alejando de los otros niños. Quiso saber su nombre. Mariana. Cogió su pequeña mano, al principio ella se resistió pero él la agarró mas fuerte. Le besó los labios, suavemente pero con pasión. Ella no se alejó. Él la volvió a besar, esta vez con mucha más fuerza. Ella se hizo a un lado, como queriendo escapar. Pero él no la soltó. La apretó con violencia y la besó con tanta fuerza que sintió la marca de sus dientes contra los suyos. Parecía que ella lo estuviera besando de vuelta aunque con menos firmeza. Ella se zafó: le jaló la mano y, mientras reía, le mordió la carne fresca de su dedo pulgar. Sorprendido, él sólo vio cómo la sangre brotaba. La herida era pequeña pero ¡había tanta sangre! Sus pantalones estaban manchados. Sus botas, salpicadas. Se alejó y la niña corrió de vuelta con los otros niños. Todos ellos jugaban y corrían, ahora los veía, mientras ellos se reían y se burlaban con voz aguda por la playa iluminada con los restos de la tormenta. Ninguno volteó a mirar.
Volvió corriendo al puente flotante con miedo de que se lo hubiera tragado la tormenta. Pero ahí estaba: golpeado por los vientos costeros, lucía pequeño y desgastado. Era finales de otoño. No recordaba la estación en la que todo comenzó (¿había sido en verano?, ¿en primavera?). El mar se levantó con furia batiendo sus olas. La Isla era casi invisible detrás del velo de niebla. En las olas vio las caras de sus viejos familiares. Hombres con barba gris, mujeres de ceño fruncido. Se le fue el aliento mientras cruzaba el agitado puente. Una vez en la costa, no le prestó atención a la colonia de gatos que lo esperaban con maullidos burlones y miradas traidoras entre las rocas. La herida en el pulgar le dolía y lo avergonzaba: las marcas evidentes de unos dientes filudos clavados en su piel. Con el paso de los días la herida palideció. Cogió un cuchillo de pesca, cauterizado bajo la flama ardiente, y abrió la herida y dejó que volviera a fluir la sangre tibia. Envolvió el pulgar con una venda. Luego explicó que la herida había sido hecha con un anzuelo o un clavo oxidado. Volvió a su vida de antes y esta muy pronto lo envolvió como las olas que suben por la playa y se estrellan contra las grandes rocas. Habría de llegar el día en el que se removiera el vendaje y viera la pequeña cicatriz puntuda en su piel, nunca del todo sanada. En secreto, besaría la cicatriz en un desvanecer de emoción y, con el tiempo, dejaría de recordar por qué.