En literatura, todo tiene que ver con todo (si hay voluntad)

Personajes Literarios

Nadie duda de que Marlowe es un tipo duro. Hace falta serlo para recibir golpizas y seguir adelante, siempre con una respuesta aguda en la punta de los labios; en lo que llevo de sus relatos ya van cinco. Gajes del oficio de un detective privado que se mueve en el ecosistema perfectamente reconocible del policial negro: Mujeres sensuales que muchas veces también son fatales, millonarios que quieren tapar sus trapitos sucios, policías corruptos o francamente inútiles, la oficina en Sunset Boulevard, la pesada atmósfera del lado B de la glamorosa ciudad de Los Ángeles. Es un mundo conocido porque lo hemos visto replicado en cientos (quizás miles) de personajes de la literatura, la televisión y el cine.

El personaje – de mente rápida, lengua filosa y moralidad ambigüa (aunque con una debilidad hacia el lado de los débiles) – también ha sido copiado hasta el hartazgo. Pero estamos ante el modelo primigenio, señores. Las novelas de Chandler cuentan con la ventaja de la originalidad.

Y esta influencia llega a rincones insospechados. La semana pasada intercalé «El Sueño Eterno» y «Adiós, muñeca», primera y segunda de las aventuras del investigador con «Los Galgos, Los Galgos» de la escritora argentina Sara Gallardo. En ésta, me pareció que su protagonista homenajeaba – casi sin buscarlo – el estilo perspicaz y socarrón del detective. Y me pregunto,¿acaso la mente funciona trazando lazos aún cuando no existen? Respuesta: sí lo hace; la psicología de la percepción lo postuló hace décadas. Reformulemos, ¿Es posible que – durante el acto lector – el personaje de una novela influya sobre otro aún cuando los autores no tengan nada en común? Nada parece vincular a Gallardo con Chandler, sin embargo, allí están las réplicas despiadadas a la Marlowe del «Señorito Julián», personaje central de la que quizás sea la novela más conocida de Gallardo.

«Los Galgos, los galgos», la tragedia del bohemio argentino

Como en el caso de Marlowe, la historia de Julián puede leerse como la de un «outsider», alguien que se siente permanentemente fuera de lugar. Estamos ante un heredero de terratenientes, dandy sudamericano que reniega de su propia clase y que «nunca ha sabido hacer nada salvo no hacer nada».

Tras la muerte de su padre se encuentra con una pequeña fortuna y un campo semiabandonado – Las Zanjas – que se convertirá en su santuario. Allí junto a su amada Lisa, el taciturno cuidador, Flores, y sus adorados galgos, Corsario y Chispa, encontrará algo parecido a la felicidad. Un escenario idílico lentamente erosionado por el paso del tiempo y por el peso del mandato familiar que él mismo se echa sobre los hombros. La conversión de este pequeño paraíso en un campo productivo trae el fin de la inocencia y empuja a Julián rumbo a Paris, en busca de aquello que perdió en las Pampas argentinas.

Se dice que Gallardo es una escritora inclasificable, que va mutando de novela a novela. En «Los Galgos, los galgos», publicada en 1968, resuenan ecos de la Rayuela de Cortázar, de Saer y especialmente de Di Benedetto. El estilo es, a la vez, preciso para situar la acción y meticulosamente enrevesado en la descripción. Un tanto paradójico en sí mismo y que demanda una lectura atenta. Al leer, la sonrisa siempre está latente, con descripciones maravillosamente sugerentes y agudas, sobre todo cuando se trata de desmenuzar los «vicios» de la clase acomodada. En definitiva, que no se salva nadie. Punto que nos lleva, nuevamente al principio. La descripción ingeniosa, mordaz conecta con Marlowe. ¿La conclusión? La ironía es la mejor manera de defenderse de un mundo que no entendemos y que no nos entiende.

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