Diarios – John Cheever

"Oro, caldero de bronce, rayos de amarillo limón y finalmente, un campo de rosas". El ocaso de Cheever

Traducido de «Vodka for Breakfast. On the melancholy of Cheever´s journals» (Vodka para desayunar, sobre la melancolía en los Diarios de John Cheever escrito por Dustin Illingworth para Paris Review

Hay cierta inutilidad en leer el diario íntimo de un escritor. Al analizar sus páginas uno puede llegar a sentirse casi como si estuviera buscando pulgas en el pelaje de un mono. En el caso de los Diarios de John Cheever, esperamos encontrar la clave de un comportamiento bohemio o una sensibilidad a la vez estoica y elegante, pero nos damos con la poesía mundana de la ropa cagada o del corte periódico del césped del jardín.  Elizabeth Hardwick sugiere que los diarios de un escritor, “no son exactamente ni la vida real ni la ficción, sino más bien como esos sueños en los que te encuentras con amigos muertos y reconoces sus sonrisas, sus gestos y sus manías”.

En sus Diarios, John Cheever da vueltas sobre temas reconocibles en sus cuentos – Dios, sexo, la culpa y la naturaleza – a la vez que se las ingenia para expresar su tenue hastío de todo con una angustia moral sacada de cualquier novela rusa.  «Diarios» fue publicada en 1990, ocho años después de su muerte y muchas décadas después de haber sido elevado a la categoría de gran cuentista de la burguesía norteamericana. La obra causó una considerable conmoción al revelar el carácter sensual (y a la vez propenso al alcohol y a la autoflagelación) de un escritor que hasta ese momento era visto como un caballero de la campiña norteamericana.

Pero más allá de la sorpresa de estas revelaciones, esta ambigüedad siempre estuvo sugerida en sus relatos.  Las mejores obras de John Cheever nos presentan una oscuridad una búsqueda de lo elevado a través de un camino en el que se adivinan sombras de lujuria y duplicidad. Los momentos más eufóricos de sus primeros trabajos – “Adios, hermano” viene a la memoria, con toda su carga de oscuridad e iridiscencia en la mujer que sale del mar – apenas si camuflan una vena saturnina. Debajo del garbo y el buen gusto de sus personajes puede descubrirse un dolor secreto, un deseo avergonzante. Son figuras que esperan más de la vida y esta pulsión los conduce a la confusión o a la transgresión, recordemos «La monstruosa radio». Esta suerte de pecado original está creada a partir de la confluencia salobre que se observa en el alma de Cheever. Asi, este buen ritmo y su gran capacidad para contar historias, pueden encontrarse dentro de las páginas de estos diarios.

La intimidad expuesta de John Cheever

La travesía espiritual del escritor está anclada en su tormentosa vida conyugal, una especie de drama Stringberiano ambientado en los ocasos azules de los suburbios neoyorkinos. “Vamos a la Iglesia y la epístola es maravillosa, pero mi mente se entretiene con un fuerte viento que se levanta desde el Noroeste. Me hace pensar en el infierno y en la familia” escribe en una entrada de 1959.  Su matrimonio estaba estructurado elípticamente: El deseo de Cheever por una mayor intimidad física. El rechazo de su mujer, que lo llevaba a buscar consuelo en el alcohol, algo que ella, a su vez, le recriminaba duramente. Algunas anécdotas revelan esto de manera dolorosa:

“Vodka para el desayuno. Mary habla de su madre por tercera vez en 35 años.   – Siempre quise un osito de peluche para Navidad, pero ella decía que ya era mayor para eso. Pronunciaba la palabra “muñeca” con el mismo acento horrible de Massachusetts que tú tienes – me dice. Somos personas que nunca se conocieron”.

Las inclinaciones homosexuales de Cheever, quién vivió secretamente como bisexual durante gran parte de su existencia,  se revelan como un placer compensatorio, el escape de un matrimonio sin pasión.  Los diarios contienen una buena dosis de pasajes “picantes”: fantasías de conquista, enamoramientos no correspondidos, encuentros sexuales furtivos que no terminan de consumarse, la posibilidad erótica de los baños públicos. En una de las escenas más emblemáticas, Cheever se encuentra con dos hombres seduciéndose en un baño de la estación Grand Central de New York. “Tengo el medio para arruinar este momento de intimidad: una palabra” describe de la experiencia. Uno casi puede sentir su mano temblando mientras escribe las siguientes palabras.

“Se puede, con un solo toque, romper las leyes de la ciudad y de la naturaleza, exponer las cargas inútiles de la culpa y el remordimiento, a la vez que se reafirma la naturaleza caprichosa y catastrófica del hombre”.

Los tonos de su prosa van cambiando de acuerdo a sus estados de ánimo, sus finanzas personales y su ingesta de gin. En ocasiones su desesperación erótica se transmuta en material verdaderamente cómico “Novelista alcohólico, repulsivo y entrado en años desea entablar relación significativa con joven aristócrata de 24 años, originario de Carolina del Norte y provisto de un cuerpo ágil y bíceps barrocos” describe su imaginario anuncio clasificado en el “New York Review of Books para finalizar con un “Poca experiencia homosexual pero rápido para aprender”. Sin embargo la sensibilidad predominante es la añoranza de ternura, de un toque humano.

“Caminando en el bosque, me gustaría verlo; ver a alguien como él. En resumen, la lujuria me domina, algo que es exacerbado por la bebida seguida de mis siestecitas habituales. Los pétalos de los cerezos están cayendo, también las flores de los tuliperos. Todo altamente sexual”.

La naturaleza, un bálsamo para las confusiones de la vida

Cheever utiliza la descripción de la belleza natural que lo rodea como medio para pulir la indiscreción y vulgaridad volcada en sus diarios.  Su mundo esta fijado en el otoño, puras hojas secas y rosas marchitas, piedras húmedas por la lluvia, la luz que se ve a través de las ventanas de las casas y “barbas de hierba entre verde y dorada”.  Si hacemos a un lado la complejidad de su simbolismos sexuales, la obra se mantiene como una verdadera obra maestra de la forma. Frases exquisitas, tan crípticas como incongruentes embisten al lector casi en cada página. Los ambientes se describen con una exuberancia lacónica. “En la fuente, la incandescencia de la luz del mar. Rosas salvajes y césped sobreexpuesto de manera hermosa”.  El final del día es descrito una y otra vez, “Al marcharse, el sol toma muchas formas: oro, una caldera de bronce, rayos de amarillo limón y al final, inesperandamente, un campo de rosas”. Al igual que Emerson, el mundo natural posee una cualidad terapeútica, su belleza es una de las pocas redenciones a las que el autor puede acceder.

Si bien en sus relatos, Cheever apuesta por finales crípticos que muchas veces nos dejan absortos, “Entonces oscurece, es una noche en la que reyes con vestidos dorados cabalgan elefantes sobre las montañas”, no ocurre lo mismo con las secuencias finales de sus diarios, que adoptan un aire ausente en el que se pueden encontrar señales de agotamiento, “Esta mañana tengo que llamar a mi corredor, ordenar folios en la librería y hacer arreglar mi reloj, Voy a descansar ahora”. Al final de una vida marcada por el desencanto, la soledad y la confusión, en las garras de una enfermedad mortal, aún se pueden descubrir las claves que siempre lo guiaron.

“La literatura ha sido la salvación de los condenados; La literatura, la literatura ha inspirado y marcado el camino de los amantes, alejado la desesperanza y puede, en algunos casos, salvar el mundo”.

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