Publicado originalmente en The New Yorker, el 14 de noviembre de 2016, una semana después de que Donald Trump fuera elegido presidente.
Todo inmigrante que llega a los Estados Unidos sabe (y supo) que si quería convertirse en un verdadero norteamericano debía reducir al mínimo su lealtad al país de origen y comenzar a considerarlo como un territorio subordinado, sobre todo, para resaltar su “blancura” simbólica. Al contrario que los países europeos, en los EEUU, la blancura de sus habitantes se manifiesta como la verdadera amalgama de la nación. En este país, muchos todavía piensan que “lo (norte)americano” se define por el color de la piel.
En la época de la esclavitud, esta necesidad de categorización según el color era más que obvia, pero en la actualidad – después de que se promulgaran las leyes de derechos civiles – los hombres blancos parecerían creer que su superioridad natural se está perdiendo. Y rápidamente. Hay “gente de color” en todos lados, amenazando con suprimir está forma de entender “lo norteamericano”. ¿Y qué viene después? ¿Otro presidente negro? Un Senado con mayoría de negros? ¿Tres jueces de la Suprema Corte de color? La amenaza es aterradora.
Con el objetivo de evitar este insoportable cambio, y restaurar la blancura como principal seña de identidad de lo nacional, algunos hombres blancos están sacrificándose. Han comenzado a hacer cosas que, evidentemente, no quieren estar haciendo como ser, por ejemplo, (1) dejando de lado su sensibilidad y dignidad humana y (2) arriesgándose a quedar como unos cobardes.
A pesar de lo mucho que odien su comportamiento, y sepan lo pusilánimes que los hace parecer, están dispuestos a asesinar niños que asisten a la escuela dominical y masacrar a aquellos fieles que osan invitar a un chico blanco a rezar.
Otras embarazosas y vulgares muestras de su cobardía son el prenderle fuego a iglesias mientras disparan a las personas que rezan dentro. También se ven forzados a vergonzosas muestras de debilidad como el tirotear a chicos negros en las calles.
Para mantener viva la percepción de la superioridad blanca, estos americanos blancos esconden sus cabezas bajo sombreros con forma de conos y banderas norteamericanas, a la vez que se niegan la dignidad que otorga el enfrentemiento cara a cara. Es por ello que practican el tiro al blanco en los desarmados, los inocentes, los aterrados y en personas que mientras escapan, dejan sus inofensivas espaldas como blancos perfectos. ¿Acaso el hecho de disparar por la espalda a un hombre que huye, debilita la superioridad de la raza blanca? Solo cabe imaginar los lamentables temores que sufren estos hombres blancos, agazapados sobre mejores versiones de ellos mismos, y que los hacen masacrar inocentes durante un atasco de tráfico, hundir la cara de mujeres negras en el lodo y esposar a pequeños niños de color negro. Solo las personas muertas de terror harían eso. ¿No lo creen?
Estos sacrificios, realizados por supuestos recios hombres blancos, que están decididos a abandonar su humanidad en respuesta al miedo que les generan los hombres y mujeres de color, sugieren cuál es el verdadero horror de sentir que se han perdido los privilegios de clase.
Puede ser difícil sentir piedad por aquellos que realizan tan extraños sacrificios en el nombre de la supremacía blanca. La degradación personal no es sencilla para los blancos (sobre todo para los hombres blancos) pero con tal de convencerse de su superioridad sobre los demás – especialmente sobre los afroamericanos – corren el riesgo de despertar el desprecio de las personas maduras, sofisticadas y fuertes. Esta pérdida total de dignidad en pos de una causa tan abyecta podría incluso despertar lástima si no se tratara de seres tan ignorantes y patéticos.
La comodidad de sentirse “naturalmente mejores que” y de no tener que luchar para recibir un trato justo es difícil de abandonar. La sensación de no ser vigilado al caminar por una tienda o de que los restaurantes de alto nivel te abran las puertas sin miradas sospechosas – esas marcas de pertenencia a lo blanco – son atesoradas con codicia.
Tan tremendas son las imaginarias consecuencias del colapso de los privilegios de la América blanca, que muchos norteamericanos se han unido al rebaño de seguidores de una plataforma política que apoya la violencia contra los indefensos traduciéndola como fortaleza. Esas personas, más que enojadas están aterrorizadas, infectadas de ese miedo que hace que nuestras rodillas tiemblen como hojas.
El día de las elecciones, muchos votantes blancos – educados y no educados – abrazaron con entusiasmo el miedo y la deshonra representadas por Donald Trump. El candidato cuya compañía fue demandada por no alquilar departamentos a afroamericanos. El candidato que puso en duda que Barack Obama había nacido en los Estados Unidos y que ignoró la golpiza sufrida por un activista de “Black Lives Matter” en un acto de campaña. El candidato que evita emplear hombres de color de cara al público en sus casinos. El candidato que es adorado por David Duke y apoyado por el Ku Klux Klan.
Ningún escritor norteamericano entendió este miedo como William Faulkner. En “Absalom, Absalom” vemos como para una familia de clase alta sureña es menos tabú un incesto que el hecho de admitir que corren trazas de sangre negra por las venas de sus integrantes. Antes que perder su pureza, la familia elige el asesinato.