Un cuento del premio Nobel de Literatura 2021, Abdulrazak Gurnah

A veces Hamid tenía la sensación de que siempre había estado en la tienda y de que su vida terminaría allí. Ya no se sentía incómodo ni oía los murmullos secretos en las horas muertas de la noche que una vez habían vaciado su corazón medroso. Ahora sabía que procedían del pantano estacional que separaba la ciudad de los distritos segregados y rebosaba vida. La tienda estaba bien situada, en una importante encrucijada de los suburbios de la ciudad. La abría al rayar el alba, cuando los primeros trabajadores pasaban arrastrando los pies, y no volvía a cerrarla hasta que todos, excepto los últimos rezagados, llegaban a casa. Le gustaba decir que desde su puesto veía pasar toda la vida. En las horas pico estaba todo el tiempo de pie, hablando y bromeando con los clientes, cortejándolos y disfrutando la habilidad con la que se manejaba a sí mismo y a su mercadería. Más tarde se hundía exhausto en el sitio que le servía de caja.

La chica apareció en la tienda tarde en la noche, cuando ya pensaba que era hora de cerrar. Se había sorprendido cabeceando dos veces, un hábito peligroso en tiempos tan desesperados. La segunda vez, se despertó sobresaltado, pensando que una mano inmensa lo agarraba por la garganta y lo levantaba del suelo. Estaba parada frente a él, esperando con una expresión de disgusto en su rostro.

Ghee”,[1] dijo después de esperar un minuto largo e insolente. “Un chelín.” Mientras hablaba, se volvió a medias, como si verlo fuera irritante. Un trozo de tela le envolvía el cuerpo y se metía debajo de las axilas. El suave algodón se adhería a ella, marcando los contornos de su grácil figura. Sus hombros desnudos relucían en la penumbra. Cogió el cuenco que ella le extendía y se inclinó sobre la lata de ghee. Sintió nostalgia y un dolor repentino. Cuando le devolvió el cuenco, ella lo miró vagamente, con ojos distantes y vidriosos de cansancio. Vio que era joven, de rostro pequeño y redondo y cuello delgado. Sin decir una palabra, se volvió y regresó a la oscuridad, dando una zancada para sortear la zanja de hormigón que separaba la acera de la calle. Hamid observó su silueta en retirada y quiso gritarle una advertencia para que se cuidara. ¿Cómo sabía ella que no había nada en la oscuridad? Solo escuchó un débil gruñido cuando ahogó el impulso de llamarla. Esperó, imaginando que la escucharía gritar, pero solo oyó el rumor de sus sandalias al retirarse mientras se adentraba en la noche.

Era una chica atractiva y, por alguna razón, mientras él pensaba en ella y miraba el agujero de la noche por el que había desaparecido, empezó a sentir repugnancia de sí mismo. Había tenido razón al mirarlo con desdén. Su cuerpo y su boca estaban rancios. Había pocas razones para lavarse más de una vez cada dos días. El viaje de la cama a la tienda le tomaba más o menos un minuto y nunca iba a otro lugar. ¿Para qué lavarse? Sus piernas estaban deformadas por la falta de ejercicio adecuado. Pasaba el día en cautiverio, así había sido meses y años, un tonto pegado a un bolígrafo toda su vida. Cerró la tienda sin ánimo, sabiendo que durante la noche se complacería en la miseria de su naturaleza.

La noche siguiente, la chica volvió a la tienda. Hamid estaba hablando con uno de sus clientes habituales, un hombre mucho mayor que él llamado Mansur que vivía cerca y algunas noches venía a la tienda a conversar. Estaba medio ciego de cataratas, y la gente se burlaba de él por su aflicción y hacía chistes crueles a costa suya. Algunos decían que se estaba quedando ciego porque tenía los ojos llenos de mierda. No podía mantenerse alejado de los chicos. Hamid a veces se preguntaba si Mansur andaba por la tienda tras algo, tras él. Pero quizá solo eran malicia y chismes. Mansur dejó de hablar cuando la chica se acercó, luego entrecerró los ojos con fuerza mientras trataba de distinguirla en la escasa luz.

“¿Tiene betún para zapatos? ¿Negro?”, preguntó ella.

“Sí”, dijo Hamid. Su voz sonaba congelada, por lo que se aclaró la garganta y repitió “Sí”. La chica sonrió.

“Bienvenida, mi amor. ¿Cómo estás?”, preguntó Mansur. Su acento era tan marcado, con una densa floritura ondulante, que Hamid se preguntó si pretendía ser una broma. “¡Qué olor tan hermoso tienes, qué perfume! Una voz de zuwarde[2] y un cuerpo como una gacela. Dime, msichana,[3] ¿a qué hora estás libre esta noche? Necesito que alguien me masajee la espalda.”

La chica lo ignoró. De espaldas a ellos, Hamid escuchó a Mansur continuar charlando con la chica, cantándole estrafalarios elogios mientras intentaba fijar una hora. En su confusión, Hamid no podía encontrar una lata de betún. Cuando por fin lo hizo, pensó que ella lo había estado observando todo el tiempo, y le hacía gracia que se pusiera tan nervioso. Él sonrió, pero ella frunció el ceño y le pagó. Mansur seguía hablándole, engatusándola y halagándola, haciendo sonar las monedas en el bolsillo de su chaqueta, pero ella se dio vuelta y se fue sin decir una palabra.

“Mírala, como si el sol mismo no se atreviera a brillar sobre ella. ¡Tan orgullosa! Pero la verdad es que es carne fácil”, dijo Mansur. Su cuerpo se balanceaba suavemente con una risa contenida. “La tendré pronto. ¿Cuánto crees que demorará? Siempre hacen eso, estas mujeres, todos esos aires y miradas de disgusto…, pero una vez que las tienes en la cama y estás dentro de ellas, entonces saben quién manda.”

Hamid se encontró riendo, para mantener la paz entre hombres. Pero no pensaba que fuera una chica que se pudiera comprar. Era tan segura y despreocupada en sus acciones que no podía creerla lo suficientemente abyecta para los designios de Mansur. Una y otra vez regresaba mentalmente a la chica, y cuando estaba solo se imaginaba intimando con ella. Por la noche, después de cerrar la tienda, iba a sentarse unos minutos con el anciano, Fajir, que era dueño de la tienda y vivía en la parte de atrás. Ya no podía ocuparse de sí mismo y rara vez pedía levantarse de la cama. Una mujer que vivía cerca venía a atenderlo durante el día y, a cambio, recibía alimentos gratis de la tienda, pero por la noche al anciano enfermo le gustaba que Hamid se sentara con él un rato. El olor del moribundo perfumaba la habitación mientras hablaban. Por lo general, no había mucho que decir, un ritual de lamentos por la precariedad del negocio y oraciones quejumbrosas por la recuperación de la salud. A veces, cuando estaba deprimido, Fajir hablaba entre lágrimas sobre la muerte y la vida que le esperaba allí. Entonces Hamid llevaba al anciano al baño, se aseguraba de que su orinal estuviera limpio y vacío, y lo dejaba. Hasta altas horas de la noche, Fajir hablaba solo, en ocasiones su voz se elevaba suavemente para llamar a Hamid.

Hamid dormía afuera en el patio interior. Durante las lluvias, despejaba un espacio en la pequeña tienda y dormía allí. Pasaba las noches solo y nunca salía. Llevaba más de un año sin dejar la tienda, y antes de eso solo lo había hecho con Fajir, antes de que el anciano estuviera postrado en cama. Fajir lo había llevado a la mezquita todos los viernes, y Hamid recordaba la multitud de personas y las agrietadas aceras humeantes bajo la lluvia. De camino a casa iban al mercado, y el anciano nombraba para él las deliciosas frutas y las verduras de colores brillantes, recogiendo algunas de ellas para hacérselas oler o tocar. Desde su adolescencia, cuando vino por primera vez a vivir a esta ciudad, Hamid había trabajado para el anciano. Fajir le dio alojamiento y trabajo en la tienda. Al final de cada día, pasaba las noches solo y, a menudo, pensaba en su padre y su madre, y en el pueblo donde nació. A pesar de que ya no era un niño, los recuerdos lo hacían llorar y era abatido por sentimientos que no lo dejaban en paz.

Cuando la chica volvió a la tienda para comprar frijoles y azúcar, Hamid fue generoso con las medidas. Ella lo notó y le sonrió. Él resplandeció de placer, aunque sabía que la sonrisa de ella estaba llena de burla. La próxima vez ella le dijo algo, solo un saludo, pero con amabilidad. Más tarde, ella le contó que su nombre era Rukiya y que recientemente se había mudado a la zona para vivir con unos familiares.

“¿Dónde está tu casa?”, le preguntó.

“Mwembemaringo”, respondió ella, extendiendo un brazo para indicar que estaba muy lejos. “Pero hay que ir por carreteras secundarias y colinas”.

Podía ver por el vestido de algodón azul que llevaba de día que trabajaba como doméstica. Cuando le preguntó dónde trabajaba, ella resopló suavemente primero, como si dijera que eso no tenía importancia. Luego le confesó que mientras no pudiera encontrar algo mejor, era doméstica en uno de los nuevos hoteles de la ciudad.

“El mejor, el Ecuador”, dijo. “Hay una piscina y alfombras por todas partes. Casi todo el que se aloja allí es un mzungu,[4] un europeo. También tenemos algunos indios, pero ninguna de esas gentes del monte que hacen que las sábanas huelan”.

Se ponía de pie en la entrada de su dormitorio en el patio trasero después de cerrar la tienda por la noche. Las calles estaban vacías y silenciosas a esa hora, no los lugares peligrosos del día. Pensaba en Rukiya a menudo, y a veces pronunciaba su nombre, pero pensar en ella solo lo hacía más consciente de su aislamiento y miseria. Recordaba cómo lo había impresionado la primera vez, alejándose en las sombras de la noche. Quería tocarla… Años en lugares oscuros le habían hecho esto, pensó, de modo que ahora miraba las calles del pueblo ajeno e imaginaba que el contacto con una chica desconocida sería su salvación.

Una noche salió a la calle y cerró la puerta detrás de él. Caminó lentamente hacia la farola más cercana, después hacia la siguiente. Para su sorpresa, no sintió temor. Escuchó que algo se movía, pero no miró. Si no sabía a dónde se dirigía, no tenía por qué temer, ya que podía pasar cualquier cosa. Había consuelo en eso.

Dobló una esquina hacia una calle llena de tiendas, una o dos de las cuales estaban iluminadas, luego dobló otra esquina para escapar de las luces. No vio a nadie, ni a un policía ni a un sereno. En el borde de una plaza, se sentó durante unos minutos en un banco de madera, preguntándose si todo le parecería tan familiar. En una esquina había una torre de reloj, haciendo clic tenuemente en la noche silenciosa. Postes de metal se alineaban a los lados de la plaza, impasible y correcta. Los autobuses estaban estacionados en filas en un extremo, y en la distancia podía escuchar el sonido del mar.

Se dirigió al sonido y descubrió que no estaba lejos del puerto. El olor del agua le hizo pensar de repente en la casa de su padre. Ese pueblo también estaba junto al mar, y una vez él había jugado en las playas y en los bajíos como todos los demás niños. Ya no pensaba en él como en un lugar al que pertenecía, algún lugar que fuera su hogar. El agua chocaba suavemente al pie del malecón, y se detuvo para verla romperse en espuma blanca contra el cemento. Las luces todavía brillaban intensamente en uno de los embarcaderos y había un zumbido de actividad mecánica. No parecía posible que alguien pudiera estar trabajando a esa hora de la noche.

Había luces encendidas a lo largo de la bahía, puntos únicos y aislados en hilera sobre un telón de fondo de oscuridad. ¿Quién vivía allí?, se preguntó. Un escalofrío de miedo lo recorrió. Trató de imaginarse a la gente que vivía en ese rincón oscuro de la ciudad. Su mente le trajo imágenes de hombres fuertes con rostros crueles, que lo miraban y se reían. Vio claros tenuemente iluminados donde las sombras acechaban a la espera del forastero, y donde más tarde hombres y mujeres se apiñarían alrededor del cuerpo. Escuchó el sonido de sus pies batiendo en un antiguo ritual, y escuchó sus gritos de triunfo cuando la sangre de sus enemigos fluyó hacia la tierra prensada. Pero no era solo por la amenaza física que representaban por lo que temía a los que vivían en la oscuridad al otro lado de la bahía. Era porque ellos sabían dónde estaban y él estaba en medio de la nada.

Emprendió el regreso a la tienda, incapaz de resistir, a pesar de todo, la sensación de que se había atrevido a algo. Se convirtió en un hábito que después de cerrar la tienda por la noche y de ver a Fajir, saliera a dar una vuelta por el paseo marítimo. A Fajir no le gustaba y se quejaba de que lo dejaran solo, pero Hamid ignoraba sus quejas. De vez en cuando veía gente, pero pasaban apresuradamente sin mirar. Durante el día, estaba atento a la chica que ahora ocupaba tanto sus horas. Por la noche, se imaginaba con ella. Mientras paseaba por las calles silenciosas, trató de pensar que ella estaba allí con él, hablando y sonriendo, y poniéndole a veces la palma de su mano en el cuello. Cuando ella venía a la tienda, él siempre le daba algo extra y esperaba a que ella sonriese. A menudo hablaban, algunas palabras de saludo y amistad. Cuando había escasez, le daba de las reservas secretas que guardaba para clientes especiales. Siempre que se atrevía, la felicitaba por su apariencia y se estremecía de deseo y confusión cuando ella lo recompensaba con radiantes sonrisas. Hamid se rió para sí mismo al recordar el alarde de Mansur sobre la chica. No era una chica que se comprara con unos pocos chelines, sino una a la que se le cantaba, que se ganaba con evidencias y coraje. Y ni Mansur, medio ciego de mierda como estaba, ni Hamid, tenían palabras o voz para tal hazaña.

Una noche, Rukiya fue a la tienda a comprar azúcar. Todavía vestía su vestido de trabajo azul, que estaba teñido de sudor bajo los brazos. No había más clientes y no parecía tener prisa. Ella comenzó a burlarse de él gentilmente, diciendo algo sobre cuán duro trabajaba.

“Debes ser muy rico después de todas las horas que pasas en la tienda. ¿Tienes un hueco en el patio donde escondes tu dinero? Todo el mundo sabe que los comerciantes tienen tesoros secretos… ¿Estás ahorrando para volver a tu pueblo?”

“No tengo nada”, protestó. “Aquí nada me pertenece.” Ella rió entre dientes, incrédula. “Pero trabajas demasiado, de todos modos”, dijo. “No te diviertes lo suficiente.” Luego sonrió mientras él ponía una cucharada adicional de azúcar.

“Gracias”, dijo ella, inclinándose hacia delante para coger el paquete. Permaneció así un momento más de lo necesario, luego retrocedió lentamente. “Siempre me estás dando cosas. Sé que deseas algo a cambio. Cuando lo quieras, tendrás que darme más que estos regalitos”.

Hamid no respondió, abrumado por la vergüenza. La chica se rió levemente y empezó a retirarse. Miró a su alrededor una vez, sonriéndole antes de sumergirse en la oscuridad.

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